El cuerpo del cual no me averguenzo

Hoy me levanté contenta. Olía a tiempo libre, a sol, a cloro y vacaciones. Olía a verano, mi piel quería salir a verlo y yo se lo quería enseñar.

 Fui directa al armario y debajo del invierno lo encontré. Comprobé con alivio que cumplía los requisitos dictados por el Cosmopolitan para este año, me lo puse optimista y fui a que el espejo me confirmara que estaba tan divina como me sentía. El muy cruel en lugar de eso me devolvió una piel deshidratada, glúteos llenos de pereza, pechos sin gimnasio, piel sin rayos UVA ni autobronceador tono hipocresía, abdominales… ¿Dónde estaban mis abdominales?

 Dejó de oler a cosas ricas y empezó a apestar a licra y falta de autoestima. ¡Cómo podían causar tanta desazón unos cuántos centímetros de tela! Me lo quité horrorizada y cuando el espejo me vio desnuda me silbó. Me miré entonces con más calma y por fin me vi. Mis arrugas sonreían, delatando infinitos momentos felices, mis glúteos estaban orgullosamente repletos de horas de lectura y trabajo, mis pechos exprimidos me recordaron dos caritas aferrándose a la vida y, al final, los encontré. Encontré mis abdominales: estaban debajo de la cicatriz que trajo al mundo a mis hijas. No, aunque el bikini y el Cosmopolitan insistieran no era un cuerpo del que avergonzarse, sino el mapa que cuenta mi historia. Y este verano, voy a enseñárselo a todos.

Escrito por María José Vela González / @MJVela_writer

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